En muchas ocasiones, cuando vemos a un familiar, amigo o compañero de trabajo sumido en sus pensamientos, manipulado por sus emociones y hundido en la más profunda de las miserias, surge nuestro yo más generoso, usurpador del rol salvador. Un yo empático con el dolor ajeno y responsable de su bienestar. Ante el sufrimiento (que puede ser las quejas constantes que emiten otros), la melancolía, el desánimo o el lamento herido, se inicia en nosotros una transformación interna -mezcla del Freud y la madre Teresa de Calcuta que todos llevamos dentro- con el único fin de animar al desmotivado y desalentado ser.
Con la mejor de las intenciones, creemos ingenuamente que podemos cambiar ese estado de ánimo y tanta negatividad. Nos ponemos a tales menesteres, escuchando pacientemente (muchas veces, tragándonos una y otra vez una serie de pesquisas infumables sobre todo lo malo de sus vidas y que, por cierto, no piensan cambiar), alentando sin fin, desmontando y explicando con múltiples ejemplos muchas de la adversidades vividas y experiencias catastrofistas y dramáticas, desgastándonos en cada "no es así por...", "no te das cuenta que...", "tu vida (pareja, trabajo, hijo, amistades, ocio, sexo...) es maravillosa por..."
¿Alguna vez te ha sucedido intentar animar a alguien que ha decidido vivir en la negatividad constante? ¿Has intentado todo lo posible desde tu punto de vista y te desinflaste en el intento? ¿Te agotaste y volviste a caer en las redes de la negatividad de otros?
Muchas veces, la persona negativa solo necesita un "contenedor de basura emocional" y tú pareces ser, desde la generosidad sin límites que profesas a tus semejantes, el recipiente perfecto.