Él creía que la vida podía ser diferente. Pensaba que el mundo, tal y como lo conocía, no estaba hecho para él. Quiso construir su propio universo con sus leyes, sus dinámicas, con sus programas y formas diferenciadas. Se valía de sí mismo para salirse de lo normalizado. Intuyó un universo personal que pudiese trascender la manera en que la vida estaba formateada. Hizo todo lo que pensó que tenía valor, para huir de la manera en que los demás intentaban dibujar sus proyectos personales.
Llegó a creer tanto en sus propias razones que, cualquier circunstancia adversa se la argumentaba a su favor. Viraba las responsabilidades para que recayesen en terceros -etiquetándolos de ineptos y faltos de creatividad- o a las situaciones, intentando abocarlas a una espiral forzada en su cabeza. Su máximo objetivo es controlarlas, sobre todo, cuando le venían mal dadas.
Y a pocos, fue creyéndose un modo de vida donde sus ideas eran las verdaderas, sus explicaciones las lógicas y sus estructuras mentales, las sólidas. Su argumento versa sobre lo que es vivir y cómo hacerlo. Una vez se hubo dado el pistoletazo de salida, desarrolló su fe ciega sin valorar el efecto de determinados resultados. Obvió detalles que pasó por alto, sin revisarlos, sin darse cuenta de sus errores de base. Su ego le invadía, dominándole. Su conciencia se iba reduciendo a un limitado campo de acción que acorralaba su entusiasmo.
Inconsciente de su desánimo, mantenía su historia, negando las realidades más plausibles. Perdía objetividad y, cuanto más se sumía en su verdad, más se alejaba del mundo que le rodeaba.
A pesar de equivocarse en muchas decisiones, su capacidad para poder analizarlas y aprender de sus fallos, se contaminaba de orgullo y arrogancia. Su menta cegada se protegía, como podía, de procesos internos desoladores.
Perdió conciencia de sí. Se creyó controlador de todo, de las personas, de las situaciones, de las relaciones, del sexo, del trabajo, del dinero, de lo social, de lo abstracto... hasta de sus propias fantasías de vida.
Su inconsciencia le llevó a un final. Ese fin que quiso tapar, una y otra vez, le persiguió acosándole. Su sombra se desarrolló cubriendo su piel, haciéndose tan enorme y densa que se mermó cualquier posibilidad de desprenderse de ella. Se afianzó de tal manera que, aparecía sobre su imagen como una espesa capa de alquitrán, pegajosa y oscura. Todo él se tiñó de negro.
Desde esa oscuridad en la que andaba sumido, seguía manteniendo la firmeza en aquella idea originaria que, instauró la creencia en que la vida iba a hacerse a su modo, donde él tenía el control y los demás eran borregos dominados por la presión social y a los que podía mirar, por encima del hombro, incluso con cierta benevolencia compasiva.
Él se envolvía en ese aroma intenso, hecho de falsas expectativas, de mentiras elegidas, de verdades a medias, de autojustificaciones, de inseguridades disfrazadas, de miedos y culpas que podían sumirle en la desesperación del pánico, de carencias llenas de falta de valor y coraje para decidir y afrontar su sentir en un intento negado por desprenderse de su máscara, de inconsciencia de su verdadero potencial, de incapacidad de romper su propia cáscara creyéndola férrea armadura.
Perdido en su fragancia...
Dejó de percibir que olía a mugre, a pasado, a temor bloqueado. Se instaló en su trono de desidia, de injusta existencia, de dolor ahogado. Se atiborró de sexo rápido para llenar los huecos de la pesadumbre que le desbordaba. Se amuralló herméticamente, sin opción a ver otra salida que la de su ego. Agarrándose a su yo más grande -aquel con el que fantaseaba a diario- deambulaba por las calles de la ciudad mostrando su rostro decrépito.
Un día, por casualidad, se encontró con su alter ego. El azar en que la vida toma el control y se ríe de esa falsa necesidad del humano para dirigir su vida a su antojo, creyéndose en control y dominio de la incertidumbre.
Solo se acercó a pedirle lumbre. Y al chispear la tintineante llama, quedó reflejado en ella. Y en esa imagen, se percibió sin fuego que le prendiese y despojado de toda pasión.
En un movimiento lento, quiso recuperar la energía que calentase su interior más allá de su pensamiento frío. Deseó fervientemente un cambio de piel. Quería mudar sus células y sentir de nuevo la realidad, por dura que fuese. Reconoció que esta era la vida y que por mucho que su mente le incitase a vivir una irrealidad, él tenía un reto personal al que hacer frente. Sentía que su proyecto era recuperar su paz interior, afrontando el dolor sin evitarlo más. Y así, crecer. Expandirse como nunca antes hubiese ni imaginado, con amor, aceptación y compasión hacia sí mismo.
Rosa Collado Carrascosa
Me gusta mucho tu entrada.
ResponderEliminarSigue así!