sábado, 11 de abril de 2020

27. Crónicas de un encierro involuntario.

27.


No llevo la cuenta de los días de confinamiento. No sé. Quizás me niego inconscientemente a tachar días en un particular “amargómetro”. Sí creo recordar vagamente cuando empezó todo esto, cuando pasaban los días con esa maravillosa rutina que hoy nos resulta ya lejana, al tiempo que la primavera ya empezaba a cuajar sus brotes.
Noticias confusas que parecía que no iban con nosotros; nombres de ciudades desconocidas; países lejanos incluso en este mundo globalizado… No, parecía que no iba con nosotros. 

Casi de repente, como una explosión que nos sorprende pero que algunos prevén, voló por los aires todo lo que hacía que nuestras vidas siguieran su curso con esa monotonía que hoy añoramos: trabajo, familia, amigos, vecinos, costumbres, aficiones y divertimentos,… 
Como seres sociales que somos, este confinamiento nos ha privado de esa característica que nos diferencia del resto del mundo animal, hoy relegada al pobre contacto que con frecuencia supone una llamada telefónica o una videoconferencia, especialmente a los que llevamos en nuestros genes esa cordialidad mediterránea. Unos pocos metros hasta la casa de la novia, los padres, los hermanos, los amigos, hoy parecen ser años luz. 
Todo me resulta extraño y me niego a asumirlo. 
Aún así he de confesar que me considero afortunado: puedo desplazarme a diario hasta mi huerto (los naranjos y las verduras no entienden de confinamientos) a realizar las labores que en esta época son necesarias para salvar cosechas. En esa soledad del campo, aunque acompañada por el continuo zumbido de las abejas, que siguen su labor de polinización como obreras esenciales que son, y el canto de los pájaros, siento como si disfrutara de un “tercer grado”. Pero es allí donde todo esto me resulta más extraño.
A diario se sale al balcón a aplaudir a quienes con su labor, loable y no exenta de riesgo para ellos y quienes con ellos conviven, luchan por atender a quienes han caído en las garras de esta pandemia. Algunos vecinos hacen sonar músicas de toda índole con la intención de alegrarnos en nuestro confinamiento. Continuamente vemos en televisión o en las redes sociales videos de cómo la gente intenta divertirse sin salir de casa. Oímos repetidamente ese “Resistiré”, casi olvidado, como un himno de combate… Todo esto me resulta muy extraño. A veces me da la impresión que hay quien pretende convertir todo esto en una fiesta para olvidar que realmente estamos viviendo la peor tragedia de nuestras vidas. 
En este momento, oficialmente,  14.656 personas han perdido la vida. Otras tantas familias o más están destrozadas. Sí, muchas más familias son las destrozadas, porque tampoco quienes pierden a un familiar o amigo por causas distintas al COVID-19 pueden despedir al ser querido ni compartir el duelo. 
Todo esto me resulta tristemente extraño. Hasta diría vergonzosamente extraño. 
Entre  aplausos, canciones, videos y demás demostraciones de júbilo no ha habido tiempo para minutos de silencio, banderas a media asta, duelos compartidos, funerales y en muchos casos ni la mano de un buen hijo para cerrar los ojos del finado. 
Ahora más que nunca recuerdo aquel verso de Gustavo Adolfo Béquer:
“…QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS!”
Las circunstancias han hecho que se queden más solos que nunca, por eso espero que los recordemos también como nunca.  Bernardo Costera

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